La problemática de «la verdad». Algún tiempo lleva mi
mente enmarañada en este pensamiento, así que cuando tropecé con este sintagma
que encabeza el libro no pude evitar una ligera sacudida. A través de sus
líneas fui siguiendo el latido de una verdad construida, o imaginada, de forma
colectiva, así como de otra más íntima, más sutil, muchas veces, construida por
nuestra imaginación individual, y por el contacto que nosotros de la realidad
tenemos a través de nuestros sentidos. Parece, pues, que toda nuestra vida se basa
en la relación que establecemos entre una y otra verdad. Como si anduviéramos
entre dos realidades, como si sólo fuésemos capaces de entender el Mundo desde
esa fragmentación.
Machado, en su reflexiva verbalización a través del
maestro Juan de Mairena, parece tejer una red de ideas cuya finalidad es
enlazar elementos apriorísticamente de diversa índole. Esta finalidad, según
creo, es siempre la misma: situar al individuo frente a un abismo interno al
enfrentarlo a la inestabilidad de las ideas preconcebidas, siempre en peligro
de activación sísmica. Y como un libro lleva a otro libro, éste me lleva a un
escrito de Friedrich Nietzsche, Sobre
verdad y mentira en sentido extramoral, que descubrí no hace demasiado
tiempo, pero que se ha convertido en mi mundo personal en una referencia
fundamental. Me permitirá el lector que añada un fragmento de él por ir a
colación de todo lo que Juan de Mairena ha
despertado en mí en esta primera lectura. En el verano de 1873 le dictaba el filólogo/filósofo a su amigo, el joven Carl von Gersdorff:
El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el recurso merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de los cuernos o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe «formas», su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos como si jugase a tantear el dorso de las cosas.[1]
Me los imagino tumbados sobre un césped verde una tarde
soleada; detrás la casa que los acoge, delante una naturaleza exuberante.
Nietzsche, recostado, apoyando su pensante cabeza sobre una mano; von Gersdorff,
semirecostado, tomando notas, atento, sobre una libreta. Escenario, en mi
opinión, ideal para la contemplación: la Arcadia de los pensadores.
El escenario es importante (el Mundo es un teatro…). Antonio
Machado sitúa al maestro en un aula (el lugar ideal para jugar con las teorías,
según mi personal imaginario). Éste tuvo a su vez a un maestro, Abel Martín, nombrado
en multitud de ocasiones; y así como el alumno del sr. Martín es el sr.
Mairena, el del sr. Mairena es el sr. Rodríguez, (por escoger, no al azar, un ejemplo);
así que podemos suponer que el conocimiento se expande enlazándose en una
cadena ad infinitum en la línea del
tiempo. El conocimiento, en consecuencia, de lo que nosotros construimos como
realidad es un conjunto de supuestos transmitidos de generación en generación. Mairena
me rebatiría esto con casi toda probabilidad. Seguramente, me diría con voz
atronadora: «Las razones no se transmiten [,señorita], se engendran, por
cooperación, en el diálogo»[2].
Quizá esté en lo cierto, porque si consideramos, como Borges, que el tiempo es circular,
este movimiento nos lleva a otra concepción de la realidad, que para nada se
ciñe al sentido unidireccional; luego, si parto de este principio, por
coherencia conmigo misma, tendría que responderle: «Efectivamente, señor
profesor, se trata de un diálogo entre generaciones, en donde cada uno juega el
papel que le toca vivir en un momento determinado. Cada uno de nosotros
representa el papel que le ha tocado vivir en su tiempo, lo cual no implica que
representemos un solo papel a lo largo de nuestra vida. La verdad del hombre,
al fin y al cabo, es siempre una verdad situada en el tiempo, y ésta no es más
que una parte de una verdad mucho mayor, una verdad eterna, situada fuera de
nuestra línea espacio-temporal».
Es posible que el papel del maestro sea éste: mantener
vivos los supuestos, mientras éstos acometan su misión, ya sea para darnos
seguridad, ya sea para enfrentarnos a ellos y renacer desde nuevos supuestos y,
por extensión, desde nuevos principios éticos y morales. Es posible que el
papel del alumno sea tomar y rechazar: y muchas veces, tomar lo que el maestro
rechaza y rechazar lo que el maestro toma. ¿Es así como nace la cooperación, el
diálogo, el eterno movimiento pendular?
Hay un chico que teclea sin parar enfrente de mí. La
biblioteca está prácticamente vacía, hay puestos libres por doquier, sin
embargo yo tengo a este hombre justo ahí situado, tecleando insistentemente su
ordenador hasta el punto de desconcentrarme: es la otredad, que en el juego de
la verdad tiene un papel muy importante, puesto que sólo desde y a través de
ella podemos postularnos, definirnos, acotarnos. «El otro» puede ser el Mundo
entero o puede ser el que está sentado frente a mí, aporreando el teclado de su
ordenador, sin perder la concentración, como un autómata… Miramos al otro a
través del agujero de una cerradura; nosotros, a salvo desde el castillo de nuestra
verdad. ¿Es posible ignorarlo?
De lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica. Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe : tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en “La esencial Heterogeneidad del ser”, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno.[3]
Y ese es el viaje de ida y vuelta que conforma nuestra
verdad, una verdad siempre fluctuante en función de quien la mire. Un espejo frente a otro creará un espacio infinito,
y cada cual de ellos será una verdad. De repente, viene a mi cabeza un cuadro: el
Triple retrato de Johannes Gumpp,
donde hay un barroquísimo juego de espejos y miradas deformantes, del cual se
colige (entre otras no menos desdeñables conclusiones) que la mirada, por
defecto, es siempre deformante. Dice Abel Martín en boca de Juan de Mairena:
«Para ver del derecho hay que haber visto antes del revés».[4]
Como si no hubiera dicho nada; como si de una cantilena heredada se tratara;
apenas un refrán oído infinidad de veces. Sentencia abrumadora, y
reconfortante, puesto que si alguna vez caigo en pensar que veo del revés
siempre me quedará la esperanza de pensar que ya sólo me queda ver del derecho.
Parece claro que la realidad que percibimos se compone de
fragmentos de verdades. Ahora viene a mí nuevamente Borges: en el cuento Los teólogos toda verdad es poliédrica,
un rompecabezas en el que unidas todas las piezas nos encontramos ante una
verdad enorme, sólo abarcable por la mente humana desde el fragmentarismo.
¿Qué sabe, pues, el hombre de «la verdad»? (Pero, qué
sabe el hombre del hombre, diría Nietzsche). Nada, ya que lo que hoy pensamos
como verdad indiscutible puede ser mañana una inocente percepción de la
realidad. Lo difícil no es reconocer esto, que se hace de forma natural,
progresiva, lo complicado es deshacernos de ese esquema sobre el que toda
nuestra realidad colectiva ha sido erigida, una realidad de la que nosotros,
inevitablemente, formamos parte.
Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se le acepta como una fatalidad; al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.[5]
«El otro» aparece a veces representado por el Demonio en
las clases de Mairena. El diablo, siempre tan «metementodo», siempre saltando
donde menos se lo espera una, como la serpiente que se esconde entre las
hierbas, para recordar, a quien se le pudiera olvidar, que no hay paraíso sin
infierno, que vivimos en mitad de la dualidad y que depende de nuestra maestría
el sostenernos más o menos dignamente con un pie en cada uno de estos mundos.
El maestro Mairena mira al demonio con cierta simpatía, y si no lo es tanta, al
menos lo mira con apreciable consideración. El demonio no es un ente terrible
al que hay que evitar mirar a los ojos y escuchar, sino todo lo contrario:
–Continúe usted, señor Rodríguez, desarrollando el tema.
–En una república cristiana –habla Rodríguez, en ejercicio de oratoria– democrática y liberal conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoníaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas.[6]
¡Exacto! Todas las razones. Aunque eso implique reconocer
nuestras contrariedades (de acuerdo, acepto esto), así que lo mejor que se puede
hacer es aceptarlo de una vez por todas, sin pensarlo, como el que se tira a la
piscina tapándose la nariz y cerrando con fuerza los párpados (totalmente de
acuerdo, lo intentaré). Aceptar esto, sin embargo, no es una tarea fácil (nadie
dijo que lo fuera), implica el desconfiar de uno mismo, implica ser un
escéptico ante el propio pensamiento. Aquí, la seguridad de lo confortable está
ausente; y quizá la vida sea eso, un conjunto de ausencias y presencias, como
dice Mairena; y quizá nosotros nos movamos sin remedio bajo este código binario.
El maestro es hombre, es persona, por tanto, también es
contrariedad; al igual que todos los demás, un ser perdido, ¿dónde nos
apoyaremos, entonces?, ¿en nosotros, de quienes desconfiamos profundamente?
Somos huérfanos.
No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo, […] un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas. ¡Un verdadero lío! Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos.[7]
No con mucho esfuerzo, puedo imaginarme la cara de los
alumnos ante estas palabras que forman un hilo invisible que llega hasta el
pensamiento individual mientras los rostros permanecen, solo aparentemente, impertérritos…
y allí debe de liarse en un ovillo y, seguramente, se guardará en las mazmorras
del cerebro, para cuando alguna vez haga falta cortar un trozo para coser algo
que en la mente quede descolgado (como yo estoy haciendo ahora mismo con algún
discurso lejano).
Si dudamos de la apariencia del mundo y pensamos que es ella el velo de Maya que nos oculta la realidad absoluta, de poco podría servirnos que el tal velo se rasgase para mostrarnos aquella absoluta realidad. Porque ¿quién nos aseguraría que la realidad descubierta no era otro velo, destinado a rasgarse a su vez y a descubrirnos otro y otro?...[8]
Me mareo. Parece que de un momento a otro vaya a perder
el sentido. Ya nada es tangible. Al rascar la corteza de la realidad encuentro
dentro un fruto, y al querer cogerlo veo que no es más que una cortina, y
cuando la aparto veo otra cortina de humo, que puede, con un poco de suerte,
que esconda lo que se esconde detrás de todas las cosas, que quién sabe si es,
finalmente, Dios. Y no ese dios humanoide, leído e interpretado como un solo fragmento
de lo que es realmente por no alcanzar a ver la totalidad de su verdad, nadando
como estamos en nuestra propia ignorancia, sino… en fin, quién sabe. Quién sabe
si después de tanto aborrecer de «Él» acabamos abominando de ese pronombre
masculino singular que lo delimita tanto, porque, con toda seguridad, Dios no
se parece, ni por asomo, a esos seres a los que les cuelga algo entre las
piernas y por ello se coronan rey y dios de su casa.
No hay verdad, me dice una voz que yo imagino como la de
Mairena (que es Machado en una representación teatral donde el teatro está
prácticamente vacío), sino una verdad para cada metáfora.
Y el hecho –digámoslo de pasada– de que nuestro mundo esté todo él cimentado sobre un supuesto que pudiera ser falso, es algo terrible, o consolador. Según se mire. Pero de esto hablaremos otro día.[9]
[1] NIETZSCHE, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral
y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, ed. Tecnos, Madrid, 2012,
p. 23.
[2] MACHADO, Antonio, Juan de
Mairena, sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo
(1936), edición de José Mª VALVERDE, ed. Castalia, Madrid, 1971, p. 75.
[3] Íbid., pp. 49-50.
[4] Íbid., p. 57.
[5] Íbid., pp. 52-53.
[6] Íbid., p.
44.
[7] Íbid., p. 67.
[8] Íbid., p. 270.
[9] Íbid., p. 137.
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