domingo, 15 de septiembre de 2013

Reflexión a través de "Juan de Mairena" de Antonio Machado.

La problemática de «la verdad». Algún tiempo lleva mi mente enmarañada en este pensamiento, así que cuando tropecé con este sintagma que encabeza el libro no pude evitar una ligera sacudida. A través de sus líneas fui siguiendo el latido de una verdad construida, o imaginada, de forma colectiva, así como de otra más íntima, más sutil, muchas veces, construida por nuestra imaginación individual, y por el contacto que nosotros de la realidad tenemos a través de nuestros sentidos. Parece, pues, que toda nuestra vida se basa en la relación que establecemos entre una y otra verdad. Como si anduviéramos entre dos realidades, como si sólo fuésemos capaces de entender el Mundo desde esa fragmentación. 

Machado, en su reflexiva verbalización a través del maestro Juan de Mairena, parece tejer una red de ideas cuya finalidad es enlazar elementos apriorísticamente de diversa índole. Esta finalidad, según creo, es siempre la misma: situar al individuo frente a un abismo interno al enfrentarlo a la inestabilidad de las ideas preconcebidas, siempre en peligro de activación sísmica. Y como un libro lleva a otro libro, éste me lleva a un escrito de Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, que descubrí no hace demasiado tiempo, pero que se ha convertido en mi mundo personal en una referencia fundamental. Me permitirá el lector que añada un fragmento de él por ir a colación de todo lo que Juan de Mairena ha despertado en mí en esta primera lectura. En el verano de 1873 le dictaba el filólogo/filósofo a su amigo, el joven Carl von Gersdorff:

El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el recurso merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de los cuernos o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe «formas», su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos como si jugase a tantear el dorso de las cosas.[1]

Me los imagino tumbados sobre un césped verde una tarde soleada; detrás la casa que los acoge, delante una naturaleza exuberante. Nietzsche, recostado, apoyando su pensante cabeza sobre una mano; von Gersdorff, semirecostado, tomando notas, atento, sobre una libreta. Escenario, en mi opinión, ideal para la contemplación: la Arcadia de los pensadores.

El escenario es importante (el Mundo es un teatro…). Antonio Machado sitúa al maestro en un aula (el lugar ideal para jugar con las teorías, según mi personal imaginario). Éste tuvo a su vez a un maestro, Abel Martín, nombrado en multitud de ocasiones; y así como el alumno del sr. Martín es el sr. Mairena, el del sr. Mairena es el sr. Rodríguez, (por escoger, no al azar, un ejemplo); así que podemos suponer que el conocimiento se expande enlazándose en una cadena ad infinitum en la línea del tiempo. El conocimiento, en consecuencia, de lo que nosotros construimos como realidad es un conjunto de supuestos transmitidos de generación en generación. Mairena me rebatiría esto con casi toda probabilidad. Seguramente, me diría con voz atronadora: «Las razones no se transmiten [,señorita], se engendran, por cooperación, en el diálogo»[2]. Quizá esté en lo cierto, porque si consideramos, como Borges, que el tiempo es circular, este movimiento nos lleva a otra concepción de la realidad, que para nada se ciñe al sentido unidireccional; luego, si parto de este principio, por coherencia conmigo misma, tendría que responderle: «Efectivamente, señor profesor, se trata de un diálogo entre generaciones, en donde cada uno juega el papel que le toca vivir en un momento determinado. Cada uno de nosotros representa el papel que le ha tocado vivir en su tiempo, lo cual no implica que representemos un solo papel a lo largo de nuestra vida. La verdad del hombre, al fin y al cabo, es siempre una verdad situada en el tiempo, y ésta no es más que una parte de una verdad mucho mayor, una verdad eterna, situada fuera de nuestra línea espacio-temporal».

Es posible que el papel del maestro sea éste: mantener vivos los supuestos, mientras éstos acometan su misión, ya sea para darnos seguridad, ya sea para enfrentarnos a ellos y renacer desde nuevos supuestos y, por extensión, desde nuevos principios éticos y morales. Es posible que el papel del alumno sea tomar y rechazar: y muchas veces, tomar lo que el maestro rechaza y rechazar lo que el maestro toma. ¿Es así como nace la cooperación, el diálogo, el eterno movimiento pendular?

Hay un chico que teclea sin parar enfrente de mí. La biblioteca está prácticamente vacía, hay puestos libres por doquier, sin embargo yo tengo a este hombre justo ahí situado, tecleando insistentemente su ordenador hasta el punto de desconcentrarme: es la otredad, que en el juego de la verdad tiene un papel muy importante, puesto que sólo desde y a través de ella podemos postularnos, definirnos, acotarnos. «El otro» puede ser el Mundo entero o puede ser el que está sentado frente a mí, aporreando el teclado de su ordenador, sin perder la concentración, como un autómata… Miramos al otro a través del agujero de una cerradura; nosotros, a salvo desde el castillo de nuestra verdad. ¿Es posible ignorarlo?

De lo uno a lo otro es el gran tema de la metafísica. Todo el trabajo de la razón humana tiende a la eliminación del segundo término. Lo otro no existe : tal es la fe racional, la incurable creencia de la razón humana. Identidad = realidad, como si, a fin de cuentas, todo hubiera de ser, absoluta y necesariamente, uno y lo mismo. Pero lo otro no se deja eliminar; subsiste, persiste; es el hueso duro de roer en que la razón se deja los dientes. Abel Martín, con fe poética, no menos humana que la fe racional, creía en lo otro, en “La esencial Heterogeneidad del ser”, como si dijéramos en la incurable otredad que padece lo uno.[3]

Y ese es el viaje de ida y vuelta que conforma nuestra verdad, una verdad siempre fluctuante en función de quien la mire. Un espejo frente a otro creará un espacio infinito, y cada cual de ellos será una verdad. De repente, viene a mi cabeza un cuadro: el Triple retrato de Johannes Gumpp, donde hay un barroquísimo juego de espejos y miradas deformantes, del cual se colige (entre otras no menos desdeñables conclusiones) que la mirada, por defecto, es siempre deformante. Dice Abel Martín en boca de Juan de Mairena: «Para ver del derecho hay que haber visto antes del revés».[4] Como si no hubiera dicho nada; como si de una cantilena heredada se tratara; apenas un refrán oído infinidad de veces. Sentencia abrumadora, y reconfortante, puesto que si alguna vez caigo en pensar que veo del revés siempre me quedará la esperanza de pensar que ya sólo me queda ver del derecho.

Parece claro que la realidad que percibimos se compone de fragmentos de verdades. Ahora viene a mí nuevamente Borges: en el cuento Los teólogos toda verdad es poliédrica, un rompecabezas en el que unidas todas las piezas nos encontramos ante una verdad enorme, sólo abarcable por la mente humana desde el fragmentarismo.

¿Qué sabe, pues, el hombre de «la verdad»? (Pero, qué sabe el hombre del hombre, diría Nietzsche). Nada, ya que lo que hoy pensamos como verdad indiscutible puede ser mañana una inocente percepción de la realidad. Lo difícil no es reconocer esto, que se hace de forma natural, progresiva, lo complicado es deshacernos de ese esquema sobre el que toda nuestra realidad colectiva ha sido erigida, una realidad de la que nosotros, inevitablemente, formamos parte.

Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se le acepta como una fatalidad; al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.[5]

«El otro» aparece a veces representado por el Demonio en las clases de Mairena. El diablo, siempre tan «metementodo», siempre saltando donde menos se lo espera una, como la serpiente que se esconde entre las hierbas, para recordar, a quien se le pudiera olvidar, que no hay paraíso sin infierno, que vivimos en mitad de la dualidad y que depende de nuestra maestría el sostenernos más o menos dignamente con un pie en cada uno de estos mundos. El maestro Mairena mira al demonio con cierta simpatía, y si no lo es tanta, al menos lo mira con apreciable consideración. El demonio no es un ente terrible al que hay que evitar mirar a los ojos y escuchar, sino todo lo contrario:

–Continúe usted, señor Rodríguez, desarrollando el tema.


–En una república cristiana –habla Rodríguez, en ejercicio de oratoria– democrática y liberal conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoníaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas.[6]

¡Exacto! Todas las razones. Aunque eso implique reconocer nuestras contrariedades (de acuerdo, acepto esto), así que lo mejor que se puede hacer es aceptarlo de una vez por todas, sin pensarlo, como el que se tira a la piscina tapándose la nariz y cerrando con fuerza los párpados (totalmente de acuerdo, lo intentaré). Aceptar esto, sin embargo, no es una tarea fácil (nadie dijo que lo fuera), implica el desconfiar de uno mismo, implica ser un escéptico ante el propio pensamiento. Aquí, la seguridad de lo confortable está ausente; y quizá la vida sea eso, un conjunto de ausencias y presencias, como dice Mairena; y quizá nosotros nos movamos sin remedio bajo este código binario.

El maestro es hombre, es persona, por tanto, también es contrariedad; al igual que todos los demás, un ser perdido, ¿dónde nos apoyaremos, entonces?, ¿en nosotros, de quienes desconfiamos profundamente? Somos huérfanos.

No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo, […] un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas. ¡Un verdadero lío! Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos.[7]

No con mucho esfuerzo, puedo imaginarme la cara de los alumnos ante estas palabras que forman un hilo invisible que llega hasta el pensamiento individual mientras los rostros permanecen, solo aparentemente, impertérritos… y allí debe de liarse en un ovillo y, seguramente, se guardará en las mazmorras del cerebro, para cuando alguna vez haga falta cortar un trozo para coser algo que en la mente quede descolgado (como yo estoy haciendo ahora mismo con algún discurso lejano).

Si dudamos de la apariencia del mundo y pensamos que es ella el velo de Maya que nos oculta la realidad absoluta, de poco podría servirnos que el tal velo se rasgase para mostrarnos aquella absoluta realidad. Porque ¿quién nos aseguraría que la realidad descubierta no era otro velo, destinado a rasgarse a su vez y a descubrirnos otro y otro?...[8]

Me mareo. Parece que de un momento a otro vaya a perder el sentido. Ya nada es tangible. Al rascar la corteza de la realidad encuentro dentro un fruto, y al querer cogerlo veo que no es más que una cortina, y cuando la aparto veo otra cortina de humo, que puede, con un poco de suerte, que esconda lo que se esconde detrás de todas las cosas, que quién sabe si es, finalmente, Dios. Y no ese dios humanoide, leído e interpretado como un solo fragmento de lo que es realmente por no alcanzar a ver la totalidad de su verdad, nadando como estamos en nuestra propia ignorancia, sino… en fin, quién sabe. Quién sabe si después de tanto aborrecer de «Él» acabamos abominando de ese pronombre masculino singular que lo delimita tanto, porque, con toda seguridad, Dios no se parece, ni por asomo, a esos seres a los que les cuelga algo entre las piernas y por ello se coronan rey y dios de su casa.

No hay verdad, me dice una voz que yo imagino como la de Mairena (que es Machado en una representación teatral donde el teatro está prácticamente vacío), sino una verdad para cada metáfora.

Y el hecho –digámoslo de pasada– de que nuestro mundo esté todo él cimentado sobre un supuesto que pudiera ser falso, es algo terrible, o consolador. Según se mire. Pero de esto hablaremos otro día.[9]




[1] NIETZSCHE, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, ed. Tecnos, Madrid, 2012, p. 23.
[2] MACHADO, Antonio, Juan de Mairena, sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo (1936), edición de José Mª VALVERDE, ed. Castalia, Madrid, 1971, p. 75.
[3] Íbid., pp. 49-50.
[4] Íbid., p. 57.
[5] Íbid., pp. 52-53.
[6] Íbid., p. 44.
[7] Íbid., p. 67.
[8] Íbid., p. 270.
[9] Íbid., p. 137.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Acerca del cuento «Los teólogos», incluido en el libro «El Aleph», de Jorge Luis Borges.

Jorge Luis Borges nos invita a un juego en cada uno de sus cuentos. Como si de un rompecabezas se tratara, incita al lector a unir las piezas que tan cuidadosamente coloca bajo una mirada no exenta de ironía. Profundizar en uno solo de sus cuentos puede implicar perderse en un laberinto donde las paredes son espejos, y  las repeticiones hasta el infinito pueden guiar al lector o hacerle perderse para siempre. El objetivo del presente trabajo, sin conformarse con ser una somera glosa del cuento, no pretende, ni aspira, a un análisis exhaustivo, puesto que no es la finalidad del ejercicio, pero sí intenta señalar  algunas significativas conexiones presentes en el relato, unirlas a través de un hilo conductor e intentar que el puzle nos revele, al menos, un boceto de un trocito del gran universo borgiano.

Este cuento es una de las valiosas piezas que forman parte del perfecto engranaje que es el libro El Aleph. Esta información no es totalmente baladí; de hecho, nos da las claves de lectura y nos acerca a una visión de conjunto que va más allá de la particular historia que en este relato se traza. Aleph (álef o alef) es la primera letra del alfabeto hebreo; matemáticamente, entre otros significados, simboliza los distintos tipos de infinitos, y en la tradición mística es el punto en el que convergen todos los puntos del universo. El título, en sí mismo, es un enunciado: tan inconcebiblemente enorme como un universo infinito, compuesto por múltiples universos infinitos y, a su vez, tan pequeño como un punto; idea que nos remonta a la hermética y misteriosa frase «como es arriba es abajo», frase esotérica que hace referencia a la relación entre el hombre y el universo, explícita, además, en un punto determinado del relato. Si lo que hay abajo es un reflejo de lo que hay arriba, y los infinitos se multiplican, no nos puede extrañar que la metáfora clave en «Los teólogos», así como una de las metáforas claves en el conjunto de esta obra, sea «el espejo».

La historia de «Los teólogos» parece haber estado girando en la cabeza del autor del Aleph durante mucho tiempo. Trece años antes, en el ensayo Historia de la eternidad, del que extraemos sustanciosas referencias para este trabajo, en un paréntesis muy borgeano, nos explica el autor:

Yo imaginé hace tiempo un cuento fantástico, a la manera de Leon Bloy: un teólogo consagra toda su vida a confutar a un heresiarca; lo vence en intrincadas polémicas, lo denuncia, lo hace quemar; en el Cielo descubre que para Dios el heresiarca y él forman una sola persona.[1]

La filosofía nietzsheana late en las profundidades de este relato; seguro que en muchos de esos giros siempre estuvo presente. Empezaba Nietzsche su ensayo Sobre verdad y mentira en sentido extramoral con las siguientes palabras, que servirán para ilustrar esta personal lectura de «Los teólogos»:

En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la «Historia Universal»: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza.[2]

Comienza el relato asiéndose, el autor, a la memoria de los Hunos, como símbolo del pueblo conquistador, y toda conquista es necesariamente una imposición. La voz del narrador, en un principio, no es especialmente audible; entra la leyenda, la historia, arrasando vívidamente, con gran brusquedad, en la mente del lector; somos testigos de una profanación, en la que los Hunos, en una biblioteca monástica de un indefinido lugar, han quemado y destruido por siempre jamás libros, códices y palimpsestos; apenas el lector ha podido reaccionar ante la barbarie, todavía no ha podido preguntarse el porqué, cuando Borges ya le pone en situación, colocándole, para mayor entendimiento, en el pensamiento central de dicho atropello: los Hunos (acaso) andaban «temerosos de que las letras encubrieran blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro»[3]; es decir, su dios era, curiosamente, un arma, y el miedo a perder su arma les hacía vulnerables en el universo. Y, prácticamente, toda esta información, de la que podríamos hilar una tesis en torno a «Los teólogos», se encuentra concentrada en el primer punto y seguido de la historia, en una capacidad de síntesis abrumadora. Todo ello no es más que el reflejo de otros reflejos, que a su vez reflejan una y otra vez el funcionamiento casi mecánicamente idéntico de la situación en que vive el hombre (todos los hombres) en el universo, y de la necesidad de construir un mundo cómodo, ordenado, del que poder defenderse del caos que nos envuelve y que puede convertir la vida del ser humano en una existencia insignificante frente a un intrincado, y apriorísticamente incomprensible, laberinto. Tal es la introducción de Borges al relato.

De la descabellada quema, cuenta, se salvó el libro duodécimo de la Civitas Dei «en el que se narraba que Platón enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará esa doctrina»[4]. Los que tuvieron acceso a dicho tomo, de tanto leerlo y releerlo, dice Borges no sin ironía, parece que llegaron a olvidar que San Agustín escribió tal teoría para poder así refutarla mejor; de tal modo, que la idea de un tiempo circular, en constante retorno, quedó impresa, inevitablemente, en las siguientes generaciones. Cómo pasar por alto, pues, que los conceptos pueden ser interpretados y reinterpretados en todas sus versiones posibles, siendo todas ellas reflejo de la misma idea. Ninguna visión, por tanto, será nunca falaz, pero tampoco del todo verdadera; la verdad siempre es percibida e interpretada por el que mira y, por tanto, la verdad desde una visión determinada siempre muestra una idea sesgada, parcial, de la totalidad, incomprensible para el hombre en su inmensidad. No debemos olvidar que la materia y, por ende, el ser humano son un reflejo de aquello que de la grandeza del Universo. Borges escribió en su ensayo Historia de la eternidad:

En el libro tercero de las Enéadas, leemos que la materia es irreal: es una mera y hueca pasividad que recibe las formas universales como las recibiría un espejo; éstas la agitan y la pueblan sin alterarla. Su plenitud es precisamente la de un espejo, que simula estar lleno y está vacío; es un fantasma que ni siquiera desaparece, porque no tiene ni la capacidad de cesar. Lo fundamental son las formas. De ellas, repitiendo a Plotino, dijo Pedro Malon de Chaide mucho después: «Hace Dios como si vos tuviésedes un sello ochavado de oro que en una parte tuviese un león esculpido; en la otra, un caballo; en otra, un águila, y así de las demás; y en un pedazo de cera imprimiésedes el león; en otro, el águila; en otro, el caballo; cierto está que todo lo que está en la cera está en el oro, y no podéis vos imprimir sino lo que allí tenéis esculpido. Mas hay una diferencia, que en la cera al fin es cera, y vale poco más; mas en el oro es oro, y vale mucho. En las criaturas están estas perfecciones finitas y de poco valor: en Dios son de oro, son el mismo Dios». De ahí podemos inferir que la materia es nada. [5]

Un siglo después de aquellos primeros acontecimientos, una secta nacida a orillas del Danubio, los monótonos, también llamados los anulares[6], e incluso los heréticos de la rueda, defendieron que la Historia es un círculo, nada es que no haya sido y que no será. La rueda y la serpiente desplazaron a la cruz, sentencia la voz narradora. La rueda puede hacer referencia a la Fortuna, de la que el ser humano no puede escapar y, conforme rueda, repite estados. La serpiente, en la tradición judeo-cristiana, representa la sabiduría y la eternidad, pero en el Antiguo Testamento también representa la tentación, la muerte y la oscuridad[7].

No es casual, ni fruto de una creación espontánea, que el autor del Aleph trate la concepción circular del tiempo. En «El tiempo circular», incluido en Historia de la eternidad, Borges asevera que la idea del «Eterno Regreso» parte de tres momentos fundamentales, asignando el primero de ellos a Platón:

Éste, en el trigésimo noveno párrafo del Timeo, afirma que los siete planetas, equilibradas sus diversas velocidades, regresarán al punto inicial de partida: revolución que constituye el año perfecto […]. Algún astrólogo que no había examinado en vano el Timeo formuló este irreprochable argumento: si los períodos planetarios son cíclicos, también la historia universal lo será; al cabo de cada año platónico renacerán los mismos individuos y cumplirán el mismo destino. El tiempo atribuyó a Platón esa conjetura.[8]

No es de extrañar que el mayor rompecabezas de la historia de los grandes pensadores haya residido en nuestro concepto del tiempo, desde Platón a Nietzsche. «El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica»[9].

Toda la escritura de Borges está repleta de referencias y citas que parecen expuestas como en un alarde de erudición[10]; sin embargo, el escritor argentino no da puntada sin hilo. El mecanismo que pone en marcha la guerra teológica que se da en el relato parte de uno de los más antiguos padres de la iglesia y su obra, San Agustín y su Ciudad de Dios. San Agustín, cuyo nombre era Aurelius Augustinus es un tocayo, significativamente interesante (o interesado), del protagonista del cuento, Aureliano (Aurelius + Augustinus = Aurelianus). Borges, a lo largo de su vida literaria, siempre ha recalcado el carácter de este famoso teólogo como unas veces sensacional y forense, y, otras, lleno de furia episcopal[11]; características que parece atribuir a Aureliano[12]. Posiblemente, este personaje esté inspirado en él. Sea como fuere, Aureliano (quizá reflejo de San Agustín, tan parecidos que es posible que dios los pudiera confundir) decide impugnar con toda su fuerza teológica «tan abominable herejía». No es el único que se lanza al ataque de los monólogos, Juan de Panonia, distinguido erudito tras su tratado sobre el séptimo atributo de dios, especialidad de Aureliano, decide luchar en el mismo bando que él. No es así, sin embargo, como lo ve Aureliano, que encuentra en Juan de Panonia un competidor directo y un usurpador de sus quehaceres intelectuales. A pesar de estar los dos en el mismo bando, para Aureliano ya no es tanto la herejía amenazante del “orden divino”, como el superar a tan temido “colega”. «Aureliano quería superar a Juan de Panonia para curarse del rencor que éste le infundía, no para hacerle mal»[13]; así que se dispuso a su trabajo de confutación, con toda la retórica teológica, es decir, con su propio código, por lo tanto, no era tanto confutar a los herejes para “convencerlos de su error”, sino defender las teorías que reestablecerían el orden entre los suyos, no fuera que la fortaleza que tantos siglos había costado crear se desmoronara y quedara de nuevo el hombre vulnerable ante el universo. Tal era el temor a que esto aconteciera. En uno de esos significativos paréntesis borgeanos, leemos: «Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia». Lo disímil, lo que escapa del concepto primigenio, no puede confundirse con la idea, la confusión sólo aparece ante el reflejo, ante aquello que es “a imagen y semejanza de”. Intuimos en todo esto una reflexión metalingüística, que es la de cómo se utiliza el lenguaje en relación con la idea que tenemos del universo que nos envuelve. El lenguaje, código inventado por el hombre, no puede alcanzar ninguna verdad en esencia; se conforma con las imágenes o reflejos que el intelecto humano vislumbra del mundo, conteniendo conceptos e ideas comprensibles para nosotros, lo cual no significa que entrañen la verdad, sino una verdad, tan sólo una percepción. En definitiva, el lenguaje nos ayuda a poner orden en medio del caos; decía Nietzche, sin embargo, que el lenguaje viene del caos, que «el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas»[14]. Construimos desde el caos, puesto que apremia la necesidad de construirse un espacio en el que el ser humano crea controlar la existencia, ya que si no, ¿qué sentido tendría la vida del hombre en esta infinitud? «¿Qué es entonces la verdad?», se pregunta Nietzsche:

Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.[15]

Aureliano dirige todo su trabajo en función de la previsión que tiene del movimiento que Juan de Panonia hará: «Previó que Juan fulminaría a los anulares con gravedad profética; optó, para no coincidir con él, por el escarnio»[16]. De repente, Juan de Panonia se convierte en la sombra de Aureliano. A éste le molesta esa presencia, esa sombra, ese reflejo de sus propios pasos. Y bucea entre las citas y las enseñanzas de numerosos hombres a lo largo de los siglos, llegando a interesantes comparaciones, como los espejos, los ecos, las mulas de noria… El conocimiento debía ser su mejor aliado para vencer a esa sombra, a ese ser, reflejo de sus actos. «Como poseedor de una biblioteca, Aureliano se sabía culpable de no conocerla hasta el fin [(¿un dato autobiográfico?)]; esa controversia le permitió cumplir con muchos libros que parecían reprocharle su incuria.»[17], y así dato tras dato, Aureliano recopila información para elaborar su informe; sabiduría recolectada para la elaboración de su particular discurso. Mucho conocimiento pasa ante, y a través de,  sus ojos y no todo es entendido por Aureliano, como tampoco los Hunos entendieron un siglo antes aquellos libros, códices y palimpsestos que decidieron quemar para evitar la herejía, la desestabilización y el sufrimiento; así es la ceguera del hombre, un hombre que es ciego ante la imagen de Dios. Lee Aureliano en Cicerón que hay infinitos mundos iguales, he aquí de nuevo la idea de la repetición; sin embargo, todo pasaría por su mente y por su pluma filtrado, tamizado, adaptado a su secular forma de ver el mundo; quizás porque «pensamos que un libro es un instrumento para justificar, defender, combatir, exponer o historiar una doctrina»[18].

Nueve días duró el arduo trabajo; al décimo recibió el de Juan de Panonia, que presumiblemente había tardado lo mismo que él. «Era irrisoriamente breve», pero profundamente acertado para el fin. Juan tomó diversas referencias, entre ellas la del séptimo libro de Plinio, «que pondera que en el dilatado universo no hay dos caras iguales. […] declaraba que tampoco hay dos almas y que el pecador más vil es precioso como la sangre que por él vertió Jesucristo»[19]. Al lector se le ocurre, quizá, que puede que sea sumamente necesario para el equilibrio del universo la existencia de dos caras, el bien y el mal, la faz y el revés de una misma moneda; dos caras que sin ser la misma son el reflejo la una de la otra, son parte de una misma idea, de una misma fuerza. «El tratado era límpido, universal; no parecía redactado por una persona concreta, sino por cualquier hombre o, quizá, por todos los hombres.»[20]; ¿o acaso no buscan todos los hombres protegerse dentro de una fortaleza de las fuerzas incognoscibles?, ¿acaso una visión particular no puede partir de una idea universal?

«Meses después, cuando se juntó el concilio de Pérgamo, el teólogo encargado de impugnar los errores de los monótonos fue (previsiblemente) Juan de Panonia; su docta y mesurada refutación bastó para que Euforbo, heresiarca, fuera condenado a la hoguera. Esto ha ocurrido y volverá a ocurrir, dijo Euforbo. No encendéis una pira, encendéis un laberinto de fuego. Si aquí se unieran todas las hogueras que he sido, no cabrían en la tierra y quedarían ciegos los ángeles. Esto lo dije muchas veces. Después gritó porque lo alcanzaron las llamas.»[21]

Dice el narrador, que el duelo entre estos dos eruditos era invisible, tal vez sólo existente para Aureliano, intuye el lector, como invisible era el nombre de el otro en todos los escritos que de Aureliano se conservan en la Patrología[22] de Migne[23].[24] De Juan de Panonia apenas se conserva nada. La lucha era la misma: «los dos desaprobaron los anatemas del II Concilio de Constantinopla»; «los dos persiguieron a los arrianos, que negaban la generación eterna del Hijo»; «los dos atestiguaron la ortodoxia de la Topographia Christiana de Cosmas, que enseña que la tierra es cuadrangular, como el tabernáculo hebreo». En la profunda ironía de Borges, se refleja la constatación de que el hombre, aun en toda su erudición, es profundamente ignorante.

«Desgraciadamente, por los cuatro ángulos de la tierra cundió otra tempestuosa herejía»[25]. Los testimonios difieren del origen: Egipto, Asia… El nombre de estos nuevos cismáticos es, a la vez, muchos nombres (como un hombre puede ser muchos hombres)[26]: especulares, abismales, cainitas… Pero Aureliano los bautizará como los histriones[27]. El puede sospechar que Borges pretende con este gesto situarnos ante la gran representación que es el mundo: el Theatrum mundi, metáfora que parte de Platón, desde el mito de la caverna hasta nuestros tiempos, refleja cómo la sociedad necesita representar un papel, actuar según sus funciones y seguirlo hasta las últimas consecuencias, para así tener una consciencia de que se pertenece a algo, de que todo tiene un sentido ya marcado, el camino está dibujado y nosotros sólo tenemos que seguirlo. Es una postura confortable[28]. Nos situamos de nuevo ante la gran pregunta que viene atravesando los siglos desde la filosofía perenne: ¿destino y libre albedrío? Los personajes de este relato parecen cumplir un destino; si alguno se desmarca del camino, tomando su derecho a actuar según su libre albedrío, un solo destino les espera: la muerte. Por eso es tan importante que mueran, para salvar a la humanidad del caos que sería el descubrir que no hay un destino, ¿o sí lo hay?

«… se dijo que en la diócesis de Britania habían sido invertidos los crucifijos [(la imagen al revés, de abajo arriba: en el espejo, de izquierda a derecha)] y que la imagen del Señor, en Cesaria, la había suplantado un espejo. El espejo y el óbolo eran emblemas de los nuevos cismáticos»[29]. Si el dios de los Hunos era una cimitarra de hierro (un arma con la que atacar y defenderse), el de los anulares la rueda o la serpiente (la rueda de la fortuna, el libre albedrío; la serpiente, la sabiduría, la oscuridad) para éstos es el espejo y el óbolo (el reflejo y el dinero). Si la materia es reflejo de la esencia de las cosas, los histriones (aquellos que representan) adoran a las representaciones, tanto a lo matérico, como representación de lo divino, como al dinero, representación de las riquezas materiales. «En los libros herméticos está escrito que lo que hay abajo es igual a lo que hay arriba, y lo que hay arriba, igual a lo que hay abajo; en el Zohar, que el mundo inferior es reflejo del superior. Los histriones fundaron su doctrina sobre una perversión de esa idea.»[30]. Cómo, entonces, no iban a adorar lo material, puesto que es reflejo y representación del mundo. «También imaginaron que nuestros actos proyectan un reflejo invertido, de suerte que si velamos, el otro duerme, si fornicamos, el otro es casto, si robamos, el otro es generoso. Muertos, nos uniremos a él y seremos él»[31]. Las teorías de los histriones se unen a otras tantas teorías, independientes de la doctrina católica, ya sean de su sustrato, coexistentes o pasadas; la perversión y la manipulación de las ideas se esconde detrás de todo dogma. Cada uno añade su particular mitología, y juntos conforman un mosaico de diferentes visiones prismáticas, todas ellas del mismo objeto: el mundo. Como si una visión general del mundo, que englobara todos los puntos de vista, que ni son verdad, ni son mentira, fuera como la imagen observada a través de un caleidoscopio.

Aureliano, en su refutación de la herejía histriónica, «[r]edactó unos párrafos; cuando quiso escribir la tesis atroz de que no hay dos instantes iguales, su pluma se detuvo. No dio con la fórmula necesaria; las admoniciones de la nueva doctrina («¿Quieres ver lo que vieron los ojos humanos? Mira la luna. ¿Quieres oír lo que los oídos no oyeron? Oye el grito del pájaro. ¿Quieres tocar lo que no tocaron las manos? Toca la tierra. Verdaderamente digo que Dios está por crear el mundo») eran harto afectadas y metafóricas para la transcripción.»[32] El mundo lo creamos nosotros mientras lo miramos. Teoría apoyada, actualmente, por la Física Cuántica[33].

«De pronto, una oración de veinte palabras se presentó a su espíritu. La escribió, gozoso; inmediatamente después, lo inquietó la sospecha de que era ajena. Al día siguiente recordó que la había leído hacía muchos años en el Adversus annulares que compuso Juan de Panonia.»[34]. El tormento que sufrió Aureliano y que lo hizo rebatirse con él mismo lo llevó, finalmente, a denunciar a Juan de Panonia, que había sabido definir tan bien la doctrina hereje, con la siguiente frase antepuesta a aquélla que a su espíritu se presentó, y que provenía del Adversus annulares: Lo que ladran ahora los heresiarcas para la confusión de la fe, lo dijo en este siglo un varón doctísimo, con más ligereza que culpa. «Juan de Panonia fue acusado de profesar opiniones heréticas.»[35].

Juan, más inocente que Aureliano [(puede que su imagen en el espejo)] no optó por defenderse de tremenda acusación, sino por defender su tesis, que insistentemente calificó de ortodoxa. Defendió su causa, la causa que debía llevar a la hoguera a Euforbo, de la secta de los anulares, o de los monótonos,  pero que ya nadie recordaba; la rabia cegó a los doctos hombres que debían juzgar a Juan de Panonia, los cuales sólo vieron aquella herejía de Juan que ahora ensalzaban los histriones, esos grandes cismáticos, esos grandes desestabilizadores. Juan refutó a Euforbo y lo envió a la hoguera, y ahora Juan es enviado a la hoguera por Aureliano, por aquellas palabras que condenaron a Euforbo (recuerden la advertencia de éste último antes de ser enviado a la pira); así que bien pudiera ser que Euforbo fuera la imagen en el espejo de Juan, y Juan, a su vez, el reflejo de Aureliano. Cuando Juan de Panonia es llevado a la hoguera: «Aureliano vio por primera y última vez el rostro del odiado. Le recordó el de alguien, pero no pudo precisar el de quién. Después, las llamas lo perdieron.»[36]. «Aureliano no lloró la [muerte] de Juan, pero sintió lo que sentiría un hombre curado de una enfermedad incurable, que ya fuera una parte de su vida.» A partir de aquí, Aureliano busca la soledad para entender su destino; pero un día «[u]n rayo, al mediodía, incendió los árboles y Aureliano pudo morir como había muerto Juan.»[37].

La voz del narrador, imperceptible al principio, debido a una secuencia casi fílmica de imágenes, ahora, ya en el final, es la batuta del director de orquesta; es una voz omnipresente, con un conocimiento absoluto de los hechos que, para nuestro entendimiento humano, sólo pueden ser narrados en metáforas, que es la forma en la que el hombre erige su conocimiento del mundo; metáforas de la verdad, de las que el lenguaje es sólo un contenedor de ellas. «El final de la historia sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino de los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente divina [(cómo no va a caber entonces la confusión en la mente humana, si estamos hechos a imagen y semejanza de Dios)]. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola persona.» [38] Todas las imágenes que habitan en el universo conforman la imagen de un mismo cosmos. Ese espacio tan particular, tan multiplicado, no habita en el tiempo, sino que el tiempo habita en él, como el ser humano, a su vez, habita en el interior del tiempo. Y todo esto metafóricamente hablando, claro está.

                                     


BIBLIOGRAFÍA


Biblioteca transpersonal, «El simbolismo de la serpiente»: http://transdisciplinaria.com.ar/transpersonal/?p=138.

DRAE, versión digital.


El Aleph, «Los teólogos», J.L. Borges, Ed. Alianza, Madrid, 2010.

Enciclopedia Borges, Marcela Croce y Gastón Sebastián M. Gallo, Ed. Alfama, Málaga, 2008.

Historia de la eternidad, J.L. Borges, Ed. Destino, Madrid, 2005.

Siete noches, J.L. Borges, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2001.

Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento,  Friedrich Nietzsche, ed. Manuel Garrido, Ed. Tecnos, Madrid, 2012 (2ª ed.).

Tendencias científicas, «Los fotones se comportan como onda o partícula según el observador», Yaiza Martínez, http://www.tendencias21.net/Los-fotones-se-comportan-como-onda-o-particula-segun-el-observador_a1408.html.

Wikipedia.






[1] Historia de la eternidad, «El tiempo circular», J.L. Borges, Ed. Destino, Madrid, 2005, p. 116. (Wikipedia, Léon Bloy, 1846-1917, ensayista y novelista francés que en sus obras refleja una devoción profunda a la iglesia católica y un gran deseo de lo absoluto).
[2] Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento, Friedrich Nietzsche, ed. Manuel Garrido, Ed. Tecnos, Madrid, 2012 (2ª ed.), pp. 21-22.
[3] El Aleph, «Los teólogos», J.L. Borges, Ed. Alianza, Madrid, 2010, p. 41.
[4] Ídem. Sigo el relato; "La ciudad de Dios" es, como ya es sabido, de San Agustín, muy posterior a Platón.
[5] Historia de la eternidad, J.L. Borges, Ed. Destino, Madrid, 2005, p. 21-22.
[6] DRAE. Anular: 1. Dejar sin efecto una norma, un acto o un contrato. 2. Suspender algo plenamente anunciado o proyectado. 3. Incapacitar, desautorizar a alguien. 4. Retraerse, anularse o postergarse. (El juego en cualquiera de los posibles sentidos es evidente; en este trabajo no se entrará, por motivos obvios, en posibles conjeturas. Más adelante, en relación con la secta de los histriones, sí jugaremos con una posible clave de lectura, por creerlo necesario para el conjunto de la narración y a colación del enfoque que Borges parece darle a la historia. Sólo apuntar el carácter de anulación y desautorización que esta secta parece proyectar sobre la secta católica que es la imperante del momento de la narración).
[7] Biblioteca transpersonal, «El simbolismo de la serpiente»: http://transdisciplinaria.com.ar/transpersonal/?p=138
[8] Historia de la eternidad… pp. 111 y 112.
[9] Ídem, p. 15.
[10] El factor Borges, Alan Pauls, http://es.scribd.com/doc/3689154/Pauls-Alan-El-factor-Borges, cap. IX, «Loca erudición», p. 141: «Años, décadas enteras consagradas a pensar en la erudición de Borges, o no a pensarla sino, por el contrario, a darla por sentada, a reproducir los valores que el sentido común asocia con la erudición –«cultura», «elitismo», «hermetismo», «academicismo»– […] la erudición borgeana es otra cosa».
[11] Enciclopedia Borges, Marcela Croce y Gastón Sebastián M. Gallo, Ed. Alfama, Málaga, 2008, San Agustín, pp. 415-416.
[12] El Aleph fue escrito en 1949; en 1936, trece años antes, escribió Borges Historia de la eternidad, un ensayo donde se trata El Tiempo de forma existencial. Es, San Agustín, en este escrito ya un personaje trabajado y estudiado por Borges.
[13] El Aleph… p. 43.
[14] Sobre verdad y mentira… p. 27.
[15] Ídem, p. 28.
[16] El Aleph… p. 43
[17] Ídem, p. 44.
[18] Siete noches, J.L. Borges, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 2001, p. 126.
[19] El Aleph… p. 45.
[20] Ídem.
[21] Ídem, p. 45-46.
[22] DRAE, acepción 2: Tratado sobre los Santos Padres. (... Aquellos sobre los que se fundan nuestros cimientos ideológicos).
[23] Wikipedia, Jacques Paul Migne, 1800-1875, sacerdote francés.
[24] Borges juega con el lector de continuo en sus referencias para así situarlo entre la realidad y la ficción. Aureliano, como ser ficcional, no puede constar en una patrología real, sin embargo, de esta forma el autor le da una dimensión considerable al personaje.
[25] El Aleph… p. 46-47: nótese la insistencia en lo apuntado en el párrafo anterior.
[26] De nuevo aparece aquí el juego metalingüístico, en el que no entraremos en el presente trabajo por un tema de extensión.
[27] DRAE. Histrión: 1. Actor teatral. 2. Persona que se expresa con afectación o exageración propia de un actor teatral. 3. Hombre que representaba disfrazado en la comedia o tragedia antigua. 4. Prestidigitador, acróbata o cualquier otra persona que divertía al público con disfraces. (¿Con cuál de estos sentidos Borges utiliza esta palabra?).
[28] A este respecto es interesante la referencia a la película de Ingmar Bergman, Persona, del año 66.
[29] El Aleph… p. 47
[30] El Aleph… p. 48.
[31] Ídem, p. 49.
[32] Ídem, p. 51.
[33] Tendencias científicas, «Los fotones se comportan como onda o partícula según el observador», Yaiza Martínez, http://www.tendencias21.net/Los-fotones-se-comportan-como-onda-o-particula-segun-el-observador_a1408.html: «Físicos franceses han realizado con éxito un experimento propuesto por John Wheeler en 1978 y comprobado que el fotón se manifiesta como una onda cuando se ha decidido observar un comportamiento ondulatorio y que se comporta como una partícula cuando se ha decidido observar un comportamiento corpuscular, incluso cuando la pretensión del observador se retrasa al máximo y se ejerce de forma aleatoria. El experimento acentúa la controversia sobre la influencia del observador o medidor en la mecánica cuántica, ya que si alguna fuente concebible estaba informando secretamente al fotón, debió mandarle un mensaje que viajaba más rápido que la velocidad de la luz, algo físicamente inconcebible desde la perspectiva de la teoría de la relatividad […]».
[34] El Aleph… p. 51.
[35] Ídem, p. 51.
[36] El Aleph… p. 53.
[37] Ídem, p. 54.
[38] Ídem.